sábado, 29 de enero de 2011

LA CALUMNIADORA (I)


                                                      (RELATO MEDIEVAL)



Pues yo, señores, soy calumniadora. Y estoy a punto de doctorarme en calumnias. A mi, desde pequeña, lo que me encanta es calumniar. Y he conseguido ser la mejor en mi oficio. Oficio digo, que con esto bien que me he conseguido buenos cuartos que me han librado de otros quehaceres más pesados y aburridos, a saber: fregadora de suelos, criadora de niños, pedigüeña en mercados, reparadora de virgos, vendedora de ungüentos y otros por el estilo.

Si ustedes gustan que les cuente algunas de mis calumnias más notables, bien que sabré al final recoger en una escudilla cuanto vuesas mercedes tengan a bien desprenderse para ingresar en mi peculio particular. En el caso contrario yo procederé a un ordenado éxodo y con la música a otra parte.

¿Quieren que les cuente? Pues allá va la primera.

Era yo de unos veinte y pocos años, lozana y con un color de rosas en la cara que apetecía verlo, cuando me presenté en casa del arcipreste de Sigüenza y muy recatada yo, le conté la siguiente cuita.
“Venía yo de camino para Sigüenza a ver una tía mía, cuando unos salteadores me sorprendieron, mientras hacía mis necesidades en un recodo del camino, y sin temor ninguno de Dios, a la voz de arriba las manos, me piden que les diera todo lo que llevaba. Yo les digo que por el amor de Dios se alejen unos pasos, mientas acabo de ejecutar la acción en la que estaba, que a medias me acometieron, y ellos que ni por esas se apiadan de una pobre moza en trance semejante, se hacen con la faltriquera en la que guardaba un bolsillo con todo lo que mi hacienda tenía por poder. Yo que ajena al mal que me esperaba, no supe encomendarme al Altísimo, me lanzo sobre el usurpador para restituir mis escasas pertenencias, pero hete, que el que de lejos guardaba la retaguardia, al ver mi acometida, desenvaina la espada y me acierta y puntazo que me deja herida y maltrecha en el recodo, mientras los villanos huyen con el botín. Yo al verme de esta guisa, al arroyo me acerco a gatas a lavarme la herida y los restos del trabajo que me interrumpieron. Y estando metida en el agua llegan otros bandoleros que a voces me piden que salga del arroyo y que les de lo que de valor tenga. Les contesto que lo que de valor tengo está a remojo, que acabo de ser robada por otros camaradas suyos, y que si así lo consideran, les digo por donde se han marchado, para que en su busca vayan y recuperen la rapiña que hicieron y por Santa Genoveva me restituyan una parte, que sin blanca estoy. Se miran entre ellos y me dicen que quede con Dios, que ganan tiempo siguiendo los pasos de los desaprensivos y que de encontrarlos y recuperar el saqueo, que no me mueva que aquí se llegarán con él y tres partes haremos. Hasta bien entrada la noche les aguardé, pero no se regresaron. Y sin cenar y caminando toda la noche hasta acá me he llegado a pedirle a su excelencia unos cuartos y algo de comer para llegar con buena cara a casa de mi tía. El bendito me dice que pase que algo tendré con la condición que le deje ver la herida que me propinaron los bandidos…, por si unos pósitos o ungüentos requiere para sanarla.
Ya en la abadía sírvese la mesa con toda suerte de capones, verduras sazonadas y queso, buena hogaza de pan y vino -que en cáliz me sirvieron- para rematar el aderezo. El arcipreste no comía, frente a mi se deleitaba de ver con qué fruición desaparecía las prendas. Insistía en que bebiera vino, que de consagrar era, que no probaría otro en el resto de mi vida. Y en verdad estaba bueno, dulzón y pasaba bien por el gaznate.
Ya en los postres le pido por caridad un óbolo que me saque de la penuria en la que estoy por el asalto que he sufrido en el camino. Él en principio no parece muy partidario de restañar mi debilitada economía, pero yo, haciendo como que el calor del vino, me llega al pecho, suelto las cintas del jubón y dejo entrever mis pechos, que generosos no dejan impávido a nadie y menos a quien quiere ver a través del cananillo otros secretos mejor guardados. Me retoco los pechos, levantándolos para que se asomen bien al balcón, que público tienen, y todo a la una el clérigo saca unas monedas de plata que deja caer entre mis pechos. El ambiente se calienta y es cuando el señor arcipreste me pide que le enseñe la herida por si infectada está. Le pido que allí en aquella estancia no creo que sea el mejor sitio por si el servicio se advirtiera y me lo llevo, como perro faldero, a la sombra del zaguán de entrada de la abadía. Lo dejo pegado a la cancela, advirtiéndole que no suelte el pomo, para la discreción del momento y yo me alejo hasta dar con mis espaldad en la misma puerta de la casa. Le digo:
-Señor arcipreste esta es la herida que tengo, una raja empapada de sangre por que con el mes estoy. Véala usted.
Y alzándome las sayas y retirar el paño, le enseño el higo y ante el encabritamiento del embobado, restituyo el paño a su lugar, recompongo las sayas y en un abrir y cerrar de ojos, desatranco la puerta y corro calle abajo escuchando a mis espaldas maldecir a todos los infiernos con unas palabras indignas de un arcipreste que por ser de Sigüenza, haciendo rima, no se priva de ser un sinvergüenza.
                                (continuará...)

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