domingo, 13 de marzo de 2011

LA CALUMNIADORA (III)

    En verano no podía soslayar el baño en el remanso del río. Lo hacía cuando el día declinaba y el lucero de la tarde ya brillaba en el cielo, entre penumbras.
     No fue óbice esa tarde de finales de julio, por San Jaime, para que tres pilluelos que siguiéndome mi paseo por la ribera y escondiéndose en el juncal, viéranme en pelotas como me regodeaba en el baño.
     Andaría yo cabizbaja y pensativa, que no me di cuenta de la artimaña que sirvió de estímulo a las pajas de los rapaces. Tan solo el movimiento de unos juncos me advirtió de la encerrona de la que era objeto. No hice movimiento brusco alguno, ni desorbité la situación. Salí del agua y me dispuse a secarme a escasa distancia del escondrijo de los tres barrabases que tomaron buena cuenta de mis tetas y de mi entrepierna. Allí los tuve hasta bien entrada la noche sin mascullar para no incurrir en la ignominia. Pero aquello fue la primera parte del sainete, la segunda la escribí en casa para ejecutarla con toda perfección en las fiestas del pueblo.
     La Asunción es la Fiesta Mayor. A mediados de agosto se celebran fiestas donde acuden los lugareños y gentes de la comarca para recogijo y solaz en la canícula.
     Durante días, para devolverles la moneda, me dispuse a seguirlos con cautela para tantear donde ocupaban la tarde. Y advertí que tenían por costumbre esconderse en un barracón destartalado en los ejidos del pueblo, donde se daban al solitario placer en franca competición de uno sobre otro por ver quien descargaba más. El resto del segundo acto fue sencillo; a primera hora  de la mañana dispuse un sencillo mecanismo, atando una cuerda a uno de los ángulos de las maderas del barracón, y probé si con un tirón aquello podía desmontarse. Escondí el cabo de la cuerda por el ribazo de forma que no sospecharan y esperé el día.
     La víspera de la fiesta, cuando el pueblo bullía esperando la hora de los cómicos que amenizarían la noche, una vez me cercioré de que mis amigos iban a su faltal destino, llamé la atención del vulgo para que me siguiera en silencio a observar un fenómeno que sería de su agrado. Y así recogí un centenar de chavales, sobre todo, que siguiéronme por la senda que daba al barracón. Los dejé en el lugar donde la visión era franca para todos, les rogué silencio sepulcral y me dirigí con sigilo al punto donde el cabo de la cuerda tras un fuerte tirón echó por tierra el barracón ante el asombro de los ocupantes y los espectadores.
     No pudo ser mejor la función: dos de ellos estaban sodomizándose y el tercero empalando a una gallina del cercano corral.
     Un generoso aplauso premió la escena nunca vista para deleite del público asistente.

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