jueves, 17 de febrero de 2011

LA CALUMNIADORA (II)

     De pequeños fuimos amigos. Jugábamos al orí, a las tabas, y entre las prendas que apostábamos siempre figuraba enseñar nuestros atributos. Ya de jóvenes no necesitábamos de juegos para el intercambio de fluidos, las puertas se abrían con un cruce de miradas aliñado con picaresca.
     Pero mi amigo Pero Pérez fue apalabrado por su pudiente familia a la heredera del Condado de Piedras Luengas. Y aquella era fea hasta romper espejos, ñoña y más beata que la abadesa del Convento de Santa Úrsula. Pero, no aceptó ser moneda en esa transacción, más aún habiéndonos deleitado juntos y sabiendo que el solomillo es mejor que la costilleja.
     Me pidió que le librara de aquel suplicio eterno que se le avecinaba. A cambio de mi ayuda me prometió una buena bolsa de reales de vellón y su cariño de por vida.
     Yo, como buena calumniadora acepté y me puse de inmediato al noble oficio de tramar una treta que desprestigiara a doña Clemencia, que así se llamaba la futura esposa de mi amigo Pero.
     No fue fácil diseñar la secuencia, puesto que su enclaustramiento no prodigaba a Clemencia por mentideros, tabernas, ni paseo vespertino alguno por los arrabales. Allí hubiera sido más fácil abordar su mocedad.
     Había que jugar en su propio terreno y me las tuve que ingeniar para instruir a un galán traído a escondidas de otras comarcas, para que se hiciera pasar por un famoso predicador de camino a la tuimba del Apóstol.
     Durante semanas me apliqué en pregonar las virtudes del dominico que llegaría a la villa de paso a Santiago. Las lecciones las recibía en mi casa -donde le tuve escondido de día-, de noche, y acababan con una propina en el monedero que yo castamente guardaba en el cruce simétrico de ambas piernas. Fue un buen alumno, atendía perfectamente y no desfallecía en la dádiva que se le exigía por la pensión. Ni el cura ni nadie de la villa pudieron sospechar del falso predicador cuando anuncié su llegada.
     Convencí al cura que intercediera con la familia de doña Clemencia para que ofreciera sus aposentos en tal de darle un descanso al dominico, pues su pesaroso peregrinaje necesitaría de buena cama y mejores viandas que le repararan el esfuerzo.
     Don Fernando, pero sobre todo su esposa, doña Tecla, estuvieron de grande cumplido al elegir su morada para ubicar al insigne huésped. Todo estuvo preparado al momento. Una pléyade de serviciales criados lo dispusieron en un santiamén.
     Yo ya le daba al galán lección de cómo hacer para que su cúpula con Clemencia fuera en el exterior de la mansión, en los jardines, sobre cuya tapia estaría apostado Pero, para pillar in fraganti delito a su prometida y de esta manera romper el enlace que no deseaba.
    Y llegó el día anunciado por el camino real, bien entrada la tarde, vestido con ropas dominicas que tuve que agenciarme, y tras una misa de acción de gracias en la iglesia del pueblo y un besamanos con reverencia, pasó a hospedarse en la casa de acogida.
     Se sirvió suculenta cena con viandas escogidas. En las fuentes se apilaban liebres cocinadas con olivas, asados de cordero lechal con castañas, piñonate,... Y vinos con resina traidos de Grecia y generosos de Jerez a los postres.
     El falso fraile se ofreció a confesar a los de la casa antes de dormir, y tanto la madre como la hija, mostraron su conformidad. Primero la madre, a la que despachó con ocho padrenuestros, con sus avemarías y glorias. Más tarde fue la hija la que fue exculpada por el malandrín, al que confesó sus pecados veniales que no interesaban a Fray Galán.
     Él, con su retórica aprendida en la Universidad de Alcalá utilizó más de una hora para meterle el diablo en el cuerpo a la incauta Clemencia.
     Ella, a la que no habían susurrado tanta malicia a su oreja, escuchó la voz de la concupiscencia que el fraile marcaba como camino para perdonar sus pecados.
     Notó el frailuco como el pecho de Clemencia se henchía y su mirada se tornaba libidinosa al escuchar sus consejos. La mandó a la cama con la promesa que a primera hora, recibiría la absolución a sus pecados que debería purgar toda la noche en su alcoba. Debería estar antes que se levantara el servicio de la casa en el invernadero, junto a la tapia que cerraba la hacienda.
     No pudo dormir en toda la noche, tal era el estado de excitación a la que se vio sometida. Y antes que saliera el sol, ya estaba en el invernadero.
     Llegó el fraile, le quitó las ropas y poniéndola de horcajadas para eludir la fealdad de su rostro, le colmó de bendiciones sus prohibidas partes. Su prometido, adiestrado por mi, se asomó a la tapia para vez como le administraba la penitencia el dominico a la pecadora.
     Con el escándalo que el falso cornudo pregonó por el pueblo, el fraile tomó las de villadiego antes de misa primera y mi amigo Pero Pérez se vio libre de ataduras maritales con la fea Clemencia que acabó en una semana en el Convento de Santa Úrsula, para al poco tiempo profesar de mano de su santa abadesa con el nombre de Sor Justa de la Caridad.

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