martes, 19 de abril de 2011

LA CALUMNIADORA (IV)

     Hubo un tiempo en que trabajó en el molino de la Vega. El molinero hubo de ausentarse por confusos motivos durante unos meses, en principio, pero que resultó ser un año largo. En la taberna decían que por una enfermedad contagiada por la carcoma de la harina que no le dejaba respirar, pero los más aviesos lo atribuyeron a un conjuro que le hizo una sanadora, a resultas del cual perdió el oremus y se fue a vivir con ella, allá arriba, en la montaña. Cuando al cabo del tiempo regresó Sancho, el molinero, ya no volvió a ser el que fue. Su mirada era mustia, tenía la color perdida y errante anduvo hasta el final de sus días, muriendo en la más de las miserias.
     Yo era pariente lejana de Sancho. Decidí ocupar su casa y su trabajo porque me daba lástima que los del pueblo se quedasen sin este servicio. Y más cuando la cosecha se estaba recolectando y las mieses se secaban en las eras.
     Lo primero fue desinfectar toda la madera del molino para deshacerme de los adultos de la carcoma que se refugian en grietas y rincones para escapar de la luz. Las larvas minaban la madera formando galerías donde permanecían escondidas para salir en la nueva cosecha. Tiré el veneno y al cabo de unas horas barrí un buen montón de carcoma muerta, no sin antes abrir de par en par todas las puertas y ventanas para hacer respirable la atmósfera envenenada.
     Aproveché la excusa de no criar más bichos en el molino y el trabajo no lo hacía a cambio de maquila, sino de dinero. Los villanos pagaban religiosamente la molienda y un sobrecoste especial.
     Mientras se molía lentamente el grano, alquilaba mi cuerpo por unos dineros más. Al regresar a casa los del pueblo volvían con toda la harina y las esposas tan contentas. Como no había referencia de lo que valía moler el grano, no se quejaban del dinero que me quedaba por los servicios prestados.
     En un año gané una fortuna. Se corrió la voz y los de los pueblos aledaños venían en romería con su grano a que los dejara limpios de polvo y paja. Hubo días que hice cinco moliendas con sus jodiendas incluídas. Cuando me queba sola, al final de la jornada me sentaba en el arroyo para que la frescor del agua sirviera de bálsamo a mi trabajado y maltrecho terreno de labor.

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