Barrachina era un charamitero que tocaba la dulzaina en fiestas. Acompañado de un tabaleter se ganaba el jornal acudiendo allá donde hubiera programación festera.
Decidieron ir un año a las Fallas de Valencia, y con un duro en el bolsillo para asegurarse la vuelta en tren, en caso de no conseguir ningún contrato, hicieron el hato y se fueron a la capital del Turia.
El viaje se les hizo pesado, toda la noche en tren. Subir en Monòver, transbordo en La Encina, paradas en todas y cada una de las estaciones. Pero sobre todo tenían mucha gana de comer. No pudieron cenar antes de comenzar el viaje y el paso de las horas acuciaba el problema.
De madrugada llegaron a la estación del Norte y nada más pisar la calle Játiva una bunyolera estaba en su puesto que rebosaba de esa delicatessen valenciana. El olorcito de la fritura les entró por la pituitaria y ciegos se encaminaron al puesto de la señora.
Barrachina le dice: ¿Con cuánto dinero nos harta de buñuelos?
La señora, entra al trapo y contesta al par de músicos: ¡Diez reales cada uno y podeis comer los que querais!
Barrachina saca la cuenta y comprueba que es todo el dinero que llevan para la aventura fallera. Pero de perdidos al río le contesta: ¡Vale!
La bunyolera, graciosa, le pone delante a cada uno un llibrell lleno de buñuelos, que ellos engullen con fruición, demostrando que la mujer ha perdido dinero en la jugada. Los buñuelos desaparecen a ritmo de pasodoble -que ya se empieza a escuchar en una despertà- y ella agobiada intenta frenar la gula de Barrachina i el tabaleter: ¿No quieren azúcar para los buñuelos?
¡Estos caen así, los otros ya veremos! contestó Barrachina. La mujer comenzó a llorar mientras les ponía delante otro lebrillo de buñuelos a cada uno. Se hartaron, le dieron el duro a la mujer y tomaron las calles de Valencia en busca de contratos en alguna falla, pero con el estómago lleno.
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