Por utilizarme no conseguías eliminar del todo el texto; al contraluz era como la tinta indeleble, la simpática, la escritura al limón utilizada en los mensajes cifrados que salían de las trincheras y llegaban al Estado Mayor.
Sobre el albo papel todavía me camuflaba, pero en el reciclado no. En el verjurado y en el vegetal quedaba en ridículo. He impregnado martillos de letras en máquinas de escribir, inmaculadas hasta que me conocieron.
De líquido con pincel o esponjita, me pasaron a cinta de textura parecida al teflón de los fontaneros, pero no he ganado en eficacia. No me endurezco, pero no tengo la virtud del caballo de Atila, que arrasaba a su paso. A veces soy tan enclenque que me retiro y dejo en evidencia la errata, que me vuelve a ganar la partida.
Todo ocurrió a partir de mi prohibición como líquido y el disolvente que me hacía fluir de nuevo. Los chicos de la escuela lo inhalaban con fruición.
Quien me ha jubilado es el ordenador y sus correctores ortográficos. Desaparecidas las máquinas de escribir tradicionales y el escaso uso del bolígrafo, he pasado a estar en las anaquelerías de los museos etnográficos de la era moderna.
Descanso en seco.
TIPP-EX
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